martes, 23 de febrero de 2010

Estrellados

Bueno, la primera. No hay mucho que describir últimamente. Mal tiempo (semanas, meses de cielos nublados, lluvias, nieves y frío) Pocas ocasiones para sacar el telescopio. Siempre hay que sumar a las condiciones meteorológicas adversas, las dificultades que están siempre ahí, las que tenemos los que trabajamos a jornada completa y vivimos en el centro de una gran ciudad y queremos un rato y un lugar para instalar el telescopio y mirar hacia arriba. Para más colmo de ambición, queremos cielos despejados y, a ser posible, limpios… sin duda pedimos demasiado en estas nuestras sociedades del bienestar.

Estrellados, porque nos gustan los cielos y la inmensa variedad que muestran y que también ocultan. Y porque la mayor parte del tiempo nos estrellamos contra el muro de las dificultades, cada vez mayor, para gozar de momentos de intimidad y libertad para disfrutar de nuestras aficiones. Pero aún así seguimos, abandonamos y retomamos. Y, sin ir más lejos, seguimos invirtiendo esos pobres restos que llamamos “ahorros” – y que, en la mayor parte de los casos no son tales, sino simplemente dinero que luego no invertimos en otras cosas que también necesitamos – en equipo nuevo, con la esperanza de tener una de “esas noches” en las que vimos Saturno, la Luna o la gran nebulosa de Orión y ya no fuimos los mismos. Y aquí nos vemos, con telescopio nuevo, nuevos oculares e incluso una cámara nueva para iniciarnos en la astrofotografía. Y todo ello, muy modesto, pero despertando unas ganas locas de salir a ponerlo a prueba…

Hace ya muchos años – yo contaba por aquel entonces unos 15 – mi padre, conmovido por mi fascinación cada vez que me detenía ante el escaparate de una librería de la calle Preciados, terminó por comprarme una “Guía de Firmamento” de José Luis Comellas. Un libro caro para él, lleno de descripciones del cielo, con mapas y con consejos para iniciados en la observación astronómica. Yo no tenía ni unos malos binoculares, menos aún un telescopio, para comprobar que lo que el libro describía con un detalle fascinante estaba realmente ahí, alzando la vista, sobre los tejados y la polución de mi ciudad. Aún así todas las tardes, cuando volvía del instituto, me ponía a leer la Guía del Firmamento, imaginando lo que sería ver aquello a través del tubo de uno de los Maksutov-Cassegrain que venían referidos en el texto, y que también había yo contemplado en una óptica fabulosa de la Red de San Luís. Olvidaba, en definitiva, lo que realmente tenía que leer si quería aprobar mis asignaturas de bachillerato y me atiborraba de galaxias, cúmulos, nebulosas y estrellas dobles. Porque esos temas no se estudiaban en las clases de física del B.U.P. Y a ese libro, claro, siguieron otros. Y como a ese curso también siguieron otros y, tengo que decirlo, mis notas no fueron precisamente bajas, mis padres decidieron por fin, unas navidades, quitarse de algunas cosillas, apretarse el cinturón, que se dice (y mucho últimamente) y comprarme un refractor de 75 mm con montura ecuatorial alemana, buscador, lente de Barlow, filtros, oculares (¡de 0.96 pulgadas! ¡¡Que estrecheces!!), prisma cenital y hasta una pantalla solar. ¡Era todo un telescopio astronómico, hostia, no uno para cotillear a los vecinos!.

Ese telescopio sobrevivió a un incendio, varias mudanzas y algún periodo largo de abandono en un guardamuebles, mientras residía lejos de aquí. Pero aún lo conservo y, con él, le enseñé por primera vez a mi novia Saturno y Júpiter. Y desde entonces ella me acompaña en mis salidas, que espero sean cada vez más numerosas. Y ¿quién sabe? quizá algún día cambien nuestras condiciones y vivamos en algún lugar donde sentarse a ver el cielo sea tan fácil como lo es ahora tirarse en el sofá y encender la tele. Estrellados, pero en la mejor de las maneras.